miércoles

La soledad nublada a veces huele a canela





El otro día, paseando por la Gran Vía me di cuenta que definitivamente había perdido el momento óptimo para comenzar con las compras. Un simple movimiento se hacía largo, casi eterno entre la niebla, las luces, las bolsas y los gorros. No, definitivamente había llegado demasiado tarde para poder disfrutar de las calles que huelen a lotería y vino caliente. La verdad es que fui al teatro y no de compras pero no había diferencia entre las intenciones de una sola multitud. Disfrutaba de la función y me fui a casa. Dejé tranquilas las calles del centro que al mismo tiempo olían a multitud y a canela que a esa nublada soledad.

Encuentros. En esos lugares fríos, finitos, en los bordes, en las arrugas. En mí. Esquemas de una cara, de esa cara que fuimos una vez, mientras la falta de un presente rompe el grafito entre mis manos porque ya no me hablas, solamente me pelas, me arrugas y yo me quedo pegada a un pasado igual a una hoja que hace correr todas esas palabras que son insoportables. Esas palabras arrugadas. En el umbral de las venas, en el lugar de las preguntas, los restos de un cuerpo helado alzan la mirada lentamente. La memoria del pasado es un océano desbordado, se lleva consigo la costa, libera la arena mientras borra las piedras. Atraviesa mi mano, mis pechos, mi boca. Las olas son silenciosas, caen sobre las corvaduras, sobre las arrugas. Caen sobre mí.

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